En muchas ocasiones percibimos cosas de forma global, aunque pensamos que no van a ocurrir o mejor aún que a nosotros no nos van a afectar en exceso. Miramos hacia otro lado, ignorando lo que nos viene hasta que, al final, nos explota delante nuestro y se produce ese apocalipsis vital. A mitad de marzo del 2020 nos llegó el Covid-19, que habíamos visto lejano en China y nada hacía intuir lo que nos iba a pasar. Entonces, empezó esa pesadilla en Italia y poco después llegó a España. Todos queríamos despertarnos de ese mal sueño, aunque nos dábamos cuenta que era muy real.

Las películas de ciencia ficción habían tomado nuestras vidas y todos nosotros éramos los protagonistas. Un virus campaba a sus anchas y hacía estragos entre la población mundial. Mucha información contradictoria no ayudaba a mantener la calma. Aún recuerdo al principio del confinamiento, la histeria de la población por los alimentos y productos básicos. Una imagen que quedará grabada en mi retina es la tensión por llevarse papel higiénico, una batalla campal que no respetaba filas ni orden, el miedo de unos se contagiaba a otros y se olvidaba la solidaridad de pensar en el prójimo que también lo puede necesitar. Algunas personas deben tener papel higiénico para tres vidas.

Aún recuerdo llegar a la oficina ese lunes y decirme “mañana todos a trabajar desde casa”. Por supuesto, muchas organizaciones no estaban preparadas para asumir que todas sus personas teletrabajasen; faltaba el protocolo y la adaptación previa. Fue en plan “sálvese quien pueda”. Mucha gente llevándose su ordenador corporativo, grabando carpetas y documentos en sus discos duros externos con premura. La capacidad de adaptación tuvo que activarse mucho más, pues era necesario cambiar tu lugar de trabajo sin tener claro cómo organizarte ni tú ni nadie de tus compañeros. Las reglas tardaron en llegar hasta que todos asumimos que esto iba para largo.

Pero miramos un poco más en detalle la historia para tener una mejor perspectiva. Las plataformas de videoconferencia existían mucho antes del 2020, (Zoom se creó en 2011 y Teams en 2016 para sustituir a Skype, aunque este aun viviendo y coleando). ¿Cuántos de nosotros conocíamos de su existencia y las usábamos para nuestros trabajos? Creo que no me equivocaré diciendo que tan solo una minoría muy reducida, es decir, su uso era residual. Ahora, por el contrario, todos las conocemos y usamos por necesidad, incluso les vemos las ventajas como el ahorrar viajes y desplazamientos innecesarios, pudiendo reunirte estando en tu casa.

Llevo meses preguntando a profesionales, emprendedores, directores generales de empresas (que siempre van un paso por delante) qué hacían antes de la pandemia para organizarse. Menos de un 10% de la población me han indicado de forma unánime, que desde hacía años en sus organizaciones grandes, medianas y pequeñas ya venían usando el teletrabajo o sistemas híbridos como medida de conciliación, productividad y flexibilidad. Tenían formas de ejecutar el trabajo a la carta para que sus personas estuviesen motivadas y a gusto en el desempeño de su trabajo para rendir al máximo. Igualmente, estas personas y sus organizaciones piensan en global y las videoconferencias formaban parte de sus estrategias laborales, para reuniones, formaciones y proyectos de cara a ahorrar tiempo y hacerlo más efectivo. Alternaban reuniones presenciales y virtuales.

La conclusión a la que llegué hace tiempo es que el teletrabajo y las videoconferencias no eran nada nuevo; llevaban años ahí, aunque muchas personas y sus organizaciones, no se planteaban siquiera integrarlas en su día a día corporativo. Eso es como cuando uno es en plena juventud y tus mayores te aconsejan algo y tú haces todo lo contrario, asumiendo que lo sabes todo y que tu entorno cercano no sabe nada. Lógicamente te das la torta a pesar de ir advertido; estos aprendizajes de vida son necesarios. He escuchado más veces de las que me gustaría esta frase “En nuestra organización siempre se ha llevado a cabo esto así y aquí eso no funcionará nunca”. Siempre digo que cómo se puede categorizar algo que no se ha probado. Esto suele ser fruto de la prepotencia, la ignorancia o el miedo al cambio de algunas personas que dirigen algunas organizaciones.

Muchas personas asumen que están trabajando en el siglo XXI en empresas con mentalidad y formas de trabajar del siglo XX. Han tirado la toalla porque no pueden hacer nada, necesitan seguir trabajando ahí para poder vivir. Está claro que no pueden cambiar la organización entera, aunque sí pueden intentar integrar esas nuevas metodologías dentro de lo posible en lo que depende de ellos.

Algunas organizaciones se han quedado obsoletas; viven en otra época, se niegan a adaptarse y pretenden que sean los demás los que se amolden a ellos. El mercado es cruel, por lo que los arrasará sin piedad, haciendo que desaparezcan y que sea un caso de historia empresarial en el futuro cercano sobre lo que no se debe hacer. No podemos pretender seguir actuando como antaño, que algo funcionase hace 15 años, no supone que ahora no tengamos que abrirnos a las necesidades actuales y adaptarlo, mejorarlo o cambiarlo, para seguir cubriendo una necesidad real. Nuestro público objetivo cada vez tiene menos memoria, es menos leal, les da igual que les fueses útil hace cinco años; ahora saben que no tienen lo que ellos necesitan, ¿qué hacen? Buscan alternativas y se olvidan de ti. Los tiempos cambian y se trata de beneficiarse de la tecnología y los nuevos avances para dar un mejor servicio, fidelizando a tus diferentes tipos de clientes. Si tiene que ser tu cliente el que se adapte a ti y no al revés, tu organización está en peligro de extinción.

Si lo que llamas novedades son cosas que tu competencia hace años que ha implementado, estás en un gran aprieto y debes evolucionar. Querer es poder. A algunos empresarios aún les gusta ver a sus personas todos los días, asumiendo que las personas que más tiempo están en la oficina son las que más trabajan, pero… ¿cómo mides eso para asegurarte? Cuando algunas empresas deciden adaptarse se dan cuenta que las personas más eficientes y productivas a veces son las que cumplen sus objetivos y no las que están en la oficina desde que sale el sol y hasta que se oculta de nuevo.

Lo bueno es que esto tiene solución; debemos ser organizaciones y personas cada vez más transparentes y eso esto se hace asumiendo que las cosas se pueden y deben mejorar por el bien de todos. Pocas organizaciones han sido lo suficientemente valientes preguntando qué querían saber sus trabajadores que les preocupase en estos momentos inéditos. Las personas necesitan sentirse seguras y saber lo que ocurre de primera mano en sus empresas. Si no se lo aclaráis vosotros, van a elucubrar porque les preocupa y eso, al final, les paraliza y hace que rindan mucho menos.

Tenemos que asumir que nos toca hacer lo que sea necesario para sobrevivir y que somos mucho más fuertes de lo que esperamos. Tienes que preguntarte: ¿Cuánto ha cambiado tu vida profesional en un año? ¿Cuántas cosas nuevas has tenido que aprender? ¿En qué ha empeorado o mejorado tu vida profesional? Las empresas deben apostar por el reciclaje de sus personas para formales en nuevas competencias y conocimientos requeridos actualmente, que son difíciles de encontrar en personas que están en búsqueda de nuevas oportunidades. Está claro que muchas empresas y personas lo están pasando mal.

Esta crisis global ha cogido a todo el mundo desprevenido. Toca reinventarse y buscar nuevas oportunidades, aunque, en ocasiones, toque hacer reseteó y empezar de cero. Depende de la situación y, en muchos casos, costará, aunque lo que no soluciona es añorar la vida que llevábamos antes de la pandemia y que no volverá tal y como la conocíamos. Recuerda sonreír a la vida, aunque, por dentro, tu cuerpo y mente te piden parar y rendirte. Solo los valientes continúan hacia adelante, dejando su estela. Quédate con la fuerza que te dieron otros, porque siempre te acompañará para seguir arañando que te permitirá vivir muchos capítulos de tu vida que quedan por escribir. Nos toca seguir adelante, recordando a los que ya no nos acompañan.

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